Cuentos de Ricardo Mariño

PERDIDOS EN LA SELVA - RICARDO MARIÑO


Antes de dar a conocer su libro Supervivencia en la selva, el profesor Winston Trabagliati quiso comprobar que los consejos incluidos en ese volumen realmente fueran útiles para personas en peligro. "Alguien debería internarse en el Amazonas sin otro recurso que mi libro", le había dicho a su editor.


En la editorial decidieron que la persona indicada para esa prueba era el joven cadete Catalino Esmit.
Así, una tarde Catalino fue invitado a dar una vuelta en avioneta. Piloteaba el avión el tesorero de la editorial y atrás iban Winston Trabagliati, Catalino y el editor.
Antes de que el avión tomara altura los dos hombres le dijeron a Catalino que por ser tan joven correspondía que él se pusiera el único paracaídas que había en el avión. Catalino les agradeció.
Pasadas unas horas, al sobrevolar el mismísimo corazón del Amazonas, el editor abrió la puerta de la avioneta y le dijo a Catalino que no se perdiera la incomparable vista que se apreciaba desde allí.
Cuando el joven se asomó, Winston Trabagliati le pegó en el pecho con su libro y le dijo:
-¡Te regalo mi último trabajo, Catalino! ¡No dejes de leerlo!
Al tratar de agarrar el libro, el muchacho soltó el caño al que estaba aferrado. Por un segundo hizo equilibrio sobre la base de la puerta, pero Trabagliati le dio unas cariñosas palmadas en la espalda:
-Estoy seguro de que te gustará, hijo. Y te será de gran utilidad.- Catalino salió al vacío dando inútiles manotazos y patadas.
Segundos después el joven cadete miró hacia abajo y recordó que tenía puesto un paracaídas.
-Dentro de todo es una desgracia con suerte -se dijo-. Justo vengo a caer yo, el único que llevaba paracaídas gracias a la generosidad del señor editor y de Winston Trabagliati, el genial escritor, que casi me obligaron a que me pusiera el único que había. Ni quiero pensar qué hubiera ocurrido si caía uno de ellos...
De pronto Catalino sintió que algo tiraba de él hacia arriba: era el paracaídas que se había abierto. Segundos después volvió a tener la misma sensación: era que el paracaídas se había enganchado en las ramas más altas de un árbol increíblemente alto.
Para sacarse el paracaídas Catalino debió esforzarse porque estaba sobre una rama muy delgada. Luego, resbaló tomado de las manos, desplazándose hacia el tronco del árbol.
Allí descansó unos diez minutos porque se había quedado sin fuerzas.
-Yo acá descansando y ellos, allá en el avión. Pobres, seguro que están ?preocupadísimos... -pensó en voz alta-. Pero... ¡qué afortunado -exclamó al reconocer el libro de Trabagliati enganchado en una rama apenas a unos metros de él-, justo vengo a caer en la selva con un libro que trata sobre cómo sobrevivir en la selva! Y hasta debe de tener un capítulo dedicado a cómo descender de un árbol.
Justamente, en el índice estaba señalada la parte del libro dedicada a ese problema. Catalino buscó presurosamente esa página, pero antes de llegar a leerla apareció un gorila.
Era un gorila negro y peludo con dientes blancos y enormes como fichas de dominó. La bestia se descolgó hábilmente de una rama, caminó por otra y en un instante estuvo al lado de Catalino. El joven abrió grandes los ojos pero enseguida los desvió hacia el índice del libro, esta vez en "Simios del Amazonas, especies, características, alimentación y trato con el hombre".
Desgraciadamente Catalino no llegó a completar el título de ese apartado. El animal le arrebató el libro de un manotazo y luego, al morderlo, perdió un diente. Furioso, agarró a Catalino, le metió el libro en la boca y como si fuera una pelota lo arrojó al vacío.
El joven cayó a un río infestado de cocodrilos. Mientras flotaba, buscó en el índice "Técnicas de defensa ante cocodrilos". Pero en la página indicada figuraba "Gorgojos amazónicos comestibles". Un error de edición. El señor editor siempre se quejaba de ese tipo de errores diciendo: "Les pago a estos imbéciles para que detecten estas cosas y sin embargo...".
-Qué lástima -pensó Catalino-. Una edición tan cuidada, con dibujos tan bonitos, tiene este error en el índice.
Sus pensamientos fueron interrumpidos por tres enormes cocodrilos que lo rodearon con sus descomunales bocas abiertas. Catalino debió abrirse paso dándoles librazos en las trompas.
Llegó extenuado a la orilla, pero allí fue atrapado por un grupo de indígenas salvajes. Los salvajes estaban por cocinarlo, cuando el brujo hojeó el libro y se le ocurrió que Catalino podría leerles un fragmento a él y a sus compañeros antes de ser cocinado. El joven aceptó gustoso.
"Si Winston Trabagliati viera esto, no podría creerlo", pensó, mientras abría el libro en "El problema del agua potable. Métodos sencillos para sanear aguas contaminadas".
Los indios escucharon atentos. ¡El agua potable era la que se podía tomar! ¡La otra, la que no es potable, podía hacer que murieran todos entre horribles retorcijones de barriga!
Encabezados por el brujo y el cacique, trataron de seguir las instrucciones para obtener agua potable, pero ninguno logró extraer ni una gota machacando hierbas como indicaba el libro de Winston Trabagliati.
Pasada una hora, los indios se miraban entre sí preocupados.
-Moriremos de sed -fue el cruel anuncio del brujo. Todos lo miraron alarmados. -No hay esperanzas para nosotros. Somos inútiles para obtener agua potable.
-¿Y si beben agua del río? -se le ocurrió preguntar a Catalino.
Los indios se acercaron al río con gran reserva. Uno de ellos mojó sus dedos en el agua y la probó, atemorizado.
-Parece buena -dijo al fin. Otros indios también bebieron un poco y confirmaron lo dicho.
-¡Es agua potable! -anunció a gritos el brujo.
Catalino fue felicitado y levantado en andas. Hasta que uno de los indios recordó que desde hacía quinientos años, quizá más, la tribu tomaba agua de ese río. El joven fue perseguido por los indios hasta la noche.
Al fin se ocultó sobre una palmera, comió un coco y se mantuvo despierto para espantar con el libro a las alimañas e insectos llenos de aguijones, pinzas y bolsitas de venenos, que desde todos los ángulos trataban de perforarlo.
A la mañana siguiente saltó sobre un tronco y se dejó llevar río abajo. Favorecido por la incontenible corriente y las increíbles cascadas que por momentos lo hacían volar sobre las aguas, llegó un día después a un puerto.
Pero al parecer alguien había avisado que un joven se había perdido en la selva y luego un helicóptero lo había avistado cuando lo arrastraba el agua, así que mucha gente lo esperaba en el puerto. Entre la muchedumbre se distinguían el mismísimo Winston Trabagliati y el editor, además de varias cámaras de televisión.
La imagen del joven emergiendo de las aguas con el libro Supervivencia en la selva bajo el brazo fue vista en todo el mundo. El lanzamiento del libro fue un gran éxito y ahora nadie se atreve a viajar a zonas selváticas sin llevar un ejemplar. Y Winston Trabagliati, el genial escritor, ya está trabajando en un volumen que se titulará Guía para sobrevivir en el Polo Sur.


FIN...


CUENTO CON OGRO Y PRINCESA - RICARDO MARIÑO


Fue así: yo estaba escribiendo un cuento sobre una Princesa. Las princesas, ya se sabe, son lindas, tienen hermosos vestidos y, en general, son un poco tontas. La Princesa de mi cuento había sido raptada por un espantoso Ogro. El Ogro había llevado a la Princesa hasta su casa-cueva. La tenía atada a una silla y en ese momento estaba cortando leña: pensaba hacer “princesa al horno con papas”. Las papas ya las tenía peladas.
Es decir había que salvar a la Princesa. 
Pero no se me ocurría cómo salvarla. El cuento estaba estancado en ese punto: el Ogro dele y dele cortar leña y la Princesa, pobrecita, temblando de miedo. Me puse nervioso. Más todavía cuando el Ogro terminó de cortar, acarreó la leña hasta la cocina y empezó a echarla al fuego. En cualquier momento dejaría de echar leña y acomodaría a la Princesa en la enorme fuente que estaba a su lado. Agregaría las papas, un poco de sal, y zas, ¡al horno! ¿Qué hacer?
Se me ocurrió buscar en la guía telefónica. Descarté llamar a la policía (en las películas y en los cuentos la policía siempre llega tarde); tampoco quise llamar a un detective (no soporto que fumen en pipa en mis cuentos). Por fin, encontré algo que me podía servir:

“Rubinatto, Atilio, personaje de cuentos. TE 363-9569”
-Hola, ¿hablo con el señor Atilio Rubinatto?
-Sí, señor, con el mismo.
-Mire, yo lo llamaba… en fin, por la Princesa…
-¿Qué le pasa? ¿Está triste?
-Sí, más que triste.
-¿Qué tendrá la Princesa?
-La van a hacer al horno.
-¿Al horno?
-Sí, con papas.
-¿Quién?
-¿Quién qué?
-¿Quién la va a cocinar?
-El Ogro, ¿quién va a ser?
-Pero mire un poco. ¡Las cosas que pasan! Y uno ni se entera. Ya no se puede salir a la calle. Adónde iremos a parar. Casualmente, hoy le comentaba a un amigo que…
-Escúcheme, Rubinatto.
-Sí.
-Lo que yo necesito es que usted participe en el cuento.
-¿Qué cuento?
-En el que estoy escribiendo. Quiero que usted haga de héroe que salva a la Princesa.
-Bueno, no le niego que la oferta es interesante, pero, en fin, últimamente estoy muy ocupado. Tengo trabajo atrasado…
-¿Trabajo atrasado?
-Claro. Tengo que hacer de sapo pescador que se transforma en sardina en un cuento que se llama “Malvina, la sardina bailarina”. Además, me falta repartir como treinta cartas en un cuento donde hago de “viejo cartero bondadoso”. Es un personaje muy lindo, todos los chicos lo quieren…
-¿Piensa dejar que el Ogro se coma a la Princesa? Usted no tiene sentimientos. Es un monstruo.
-Ya le digo, ando muy ocupado. No sé, si me hubiera avisado con tiempo, lo hacía gustoso… Llámeme en otro momento.
-¡Qué otro momento! Si esperamos un minuto más, chau Princesita. Rubinatto, usted no puede hacer esto, qué pensarán sus admiradores…
-Es cierto…
-Van a pensar que usted es un cobarde, un…
-Está bien, está bien. Veré qué hago. No, usted tiene que decirme qué hago, ¿qué hago?
-Y… puede hacer de vendedor de manteles. Ahí está. Listo. Usted hace de vendedor de manteles. Llega hasta la casa del Ogro. Llama a la puerta. Cuando el Ogro abre, usted le da un par de sopapos. Después desata a la Princesa y escapan… ¿qué le parece?
-¡Ni loco! ¿De vendedor de manteles? De Príncipe o nada. Y al final, después que la salvo, me caso con ella.
-No, de vendedor de manteles.
-¡De Príncipe!
-¡Vendedor de manteles!
-¡Príncipe o nada!
-Está bien, haga de Príncipe… me va a arruinar el cuento, pero por lo menos salva a la Princesa. 
Y llego en un caballo blanco y tengo una gran capa dorada.
-Sí, todo lo que quiera, pero apúrese porque si no…
-Y ahora la meto en la fuente y listo –dijo el espantoso Ogro, pellizcando el cachete de la Princesa.
En eso se escuchó que alguien gritaba fuera de la casa-cueva:
- ¡Ehh! ¿Hay alguien en la casa?
¿Quién sería? El Ogro se asomó a la ventana. Vio que del otro lado de la verja de su casa-cueva había un tipo muy extraño montado en un caballo blanco. Llevaba una capa dorada pero se notaba que se había vestido de apuro. Tenía la ropa mal puesta, la camisa afuera, una bota sin atar, y el pelo desprolijo.
-¿Qué quiere? –le preguntó el Ogro desde la ventana.
-Soy el Príncipe Atilio.
-¿Y a mí qué me importa? –contestó el maleducado del Ogro.
-Es que ando vendiendo manteles…
-Manteles, ¿eh?
-Sí. Tengo algunos en oferta que le pueden interesar. Lavables. Estampados. Confeccionados en fibras de tres milímetros. En cualquier negocio cuestan dos o tres pesos. Yo, el Príncipe Atilio, se lo puedo dejar en tres centavos.
El Ogro lo pensó. La verdad que no le venía mal un lindo mantelito. La cueva estaba hecha un asco. Y ya que se iba a dar un festín de “princesa al horno con papas”, ¿por qué no estrenar un mantelito si estaban tan baratos?
-Espere. Ya le abro –dijo por fin el Ogro.
Atilio bajó del caballo.
Acá viene la parte de las piñas.
-Tomá. Agarrá el mantel –le dijo el Príncipe Atilio.
Cuando el Ogro lo agarró, le dio una trompada que lo hizo volar exactamente 87 metros y 34 centímetros. Pero el Ogro se levantó, arrancó un sauce de más de 3.600 kilos y se lo dio por la cabeza al Príncipe. Antes de que el Ogro saltara sobre él a rematarlo, el Príncipe agarró una piedra de más o menos cuatro mil kilos y se la tiró sobre el dedito gordo del pie derecho. El Ogro la esquivó y rápidamente hizo un pozo en la tierra de un metro y medio de diámetro y diez metros de hondo, para que el Príncipe cayera adentro. 
Era una pelea muy dura.
El Príncipe, queridos lectores, desgraciadamente cayó al pozo.
El Ogro volvió contento a su casa.
Pero cuando llegó, la Princesa ya no estaba. La había desatado el caballo blanco del Príncipe. La Princesa subió al caballo y juntos fueron a sacar al Príncipe Atilio del pozo.
-Amada mía –le dijo el Príncipe Atilio desde allá abajo al reconocer el rostro angelical de la Princesa.
-Amado mío –respondió la Princesa.
-He venido a salvarte –le dijo el Príncipe.
-¡Oh! ¡Qué valiente!
-He venido por ti.
-Has venido por mí.
-Pero si no me sacas de aquí, no podré salvarte.
-Oh, si no te saco de ahí, no podrás salvarme.
-Amada mía.
-Amado mío.
-¿Por qué no se apuran un poco, che? –se quejó el caballo-. Va a venir el Ogro y este cuento no se va a terminar nunca.
Huyeron.
Se casaron, fueron felices, pusieron una venta de manteles y nunca se acordaron del Ogro.

FIN...


COLECTIVO FANTASMA - RICARDO MARIÑO

Dibujo de Rodrigo FolgueiraEl más fastidioso de los muertos se llamaba Tomás Bondi. Frecuentemente el encargado del cementerio encontraba tierra removida junto a la tumba de Tomás y advertía que la lápida de mármol, donde decía "Tomás Bondi (1939-2004) Premio Volante de Oro al mejor colectivero", estaba corrida un metro o dos.
El finado Tomás Bondi extrañaba a su colectivo. A diferencia de los demás muertos a quienes a lo sumo se les daba por aullar o salir a dar una vuelta convertidos en fantasmas, él necesitaba manejar un poco su colectivo.
Salía de la tumba, pasaba ante el encargado del celementerio, que no lo veía porque los fantasmas son invisibles, y caminaba treinta cuadras hasta la empresa de transporte donde en vida había trabajado. Se metía en el galpón donde quedaban estacionados los vehículos y cuando veía a su colectivo, el 121, casi lloraba de emoción.
Al rato se ponía a pasarle una franela. Limpiaba los espejitos, lustraba los faros, les sacaba brillo a los vidrios. El problema era el sereno. En cuanto veía que un trapo limpiaba al colectivo, solo, sin ser sostendido por nadie, salía corriendo y abandonaba el puesto de trabajo.
Después, Tomás Bondi ponía al 121 en marcha y salía a dar una vuelta. Se detenía en todas las paradas y la gente subía. Cuando notaban que era un colectivo que nadie manejaba, trataban de escapar despavoridos, pero Tomás ya había arrancado y cerraba las puertas. Recién se podían bajar en la parada siguiente.
Por un tiempo la gente habló con terror de aquel colectivo sin conductor pero luego empezó a notar que no era peligroso. Además se detenía junto al cordón de la vereda como corresponde, esperaba a que subieran las viejitas y nunca pasaba un semáforo en rojo.
—Como si lo manejara el finado Tomás Bondi —comentó una vez un jubilado.
La gente comenzó a dejar pasar a los colectivos conducidos por choferes y se quedaba esperando el 121 porque en él, encima, no había que pagar boleto.
Un día los dueños de la empresa de transporte decidieron abandonar el colectivo fantasma en un desarmadero donde se apilaban restos de camiones, autos y otras chatarras.
La siguiente vez que Tomás Bondi salió de su tumba y fue a buscar a su colectivo, no lo encontró. Fue terrible para él y volvió llorando al cementerio. Se metió en el ataúd, cerró la tapa, corrió la lápida con la mente, acomodó la tierra y comenzó a emitir tristísimos aullidos que le ponían los pelos del punta al encargado del cementerio.
Así pasó una semana.
Para entonces los empleados del desarmadero terminaron de separar cada parte del 121 y finalmente un domingo el colectivo murió. Esa misma noche se convirtió en fantasma de colectivo, idéntico a como era en vida, pero invisible. Encendió su motor, acomodó los espejitos y arrancó.
A las doce de la noche Tomás estaba aullando como hacía últimamente, cuando de pronto escuchó algo que le pareció un sueño: la bocina del 121. ¿Cómo podía ser? Pero era. Tomás salió de la tumba a toda carrera y en la entrada al cementerio encontró al 121 fantasma.
Desde entonces Tomás sale todas las noches a dar una vuelta en el 121 y lleva a pasear a todos los muertos del cementerio. Como no alcanzan los asientos, muchos tienen que ir parados, otros van colgados del estribo y dos, que en vida trabajaron en un circo, van en el techo haciendo acrobacias.
Ninguna persona viva puede ver ni oír al 121 aunque Tomás pone la radio a todo volumen, toca bocinazos en las esquinas y los muertos cantan canciones de hinchadas de fútbol. Las noches en la ciudad volvieron a ser silenciosas. El encargado del cementerio también pasa las noches tranquilo porque los muertos, cuando regresan del paseo, acomodan sus tumbas prolijamente y se van a dormir.
Dibujo de Rodrigo Folgueira

FIN...

3 comentarios:

  1. Busco el cuento apalp uno una piedra muy grande de Ricardo mariño

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  2. Porque el autor decidió ponerle ese nombre

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  3. Gracias x hacernos conocer estos cuentos nos reímos mucho con el de otros y princesas, genial!!!

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