Cuentos de Charles Perrault

PULGARCITO -  CHARLES PERRAULT


Había una vez un pobre campesino. Una noche se encontraba sentado, atizando el fuego, y su esposa hilaba sentada junto a él, a la vez que lamentaban el hallarse en un hogar sin niños.
-¡Qué triste es que no tengamos hijos! -dijo él-. En esta casa siempre hay silencio, mientras que en los demás hogares todo es alegría y bullicio de criaturas.
-¡Es verdad! -contestó la mujer suspirando-. Si por lo menos tuviéramos uno, aunque fuera muy pequeño y no mayor que el pulgar, seríamos felices y lo amaríamos con todo el corazón.
Y ocurrió que el deseo se cumplió.
Resultó que al poco tiempo la mujer se sintió enferma y, después de siete meses, trajo al mundo un niño bien proporcionado en todo, pero no más grande que un dedo pulgar.
-Es tal como lo habíamos deseado -dijo-. Va a ser nuestro querido hijo, nuestro pequeño.
Y debido a su tamaño lo llamaron Pulgarcito. No le escatimaban la comida, pero el niño no crecía y se quedó tal como era cuando nació. Sin embargo, tenía ojos muy vivos y pronto dio muestras de ser muy inteligente, logrando todo lo que se proponía.
Un día, el campesino se aprestaba a ir al bosque a cortar leña.
-Ojalá tuviera a alguien para conducir la carreta -dijo en voz baja.
-¡Oh, padre! -exclamó Pulgarcito- ¡yo me haré cargo! ¡Cuenta conmigo! La carreta llegará a tiempo al bosque.
El hombre se echó a reír y dijo:
-¿Cómo podría ser eso? Eres muy pequeño para conducir el caballo con las riendas.
-¡Eso no importa, padre! Tan pronto como mi madre lo enganche, yo me pondré en la oreja del caballo y le gritaré por dónde debe ir.
-¡Está bien! -contestó el padre, probaremos una vez.
Cuando llegó la hora, la madre enganchó la carreta y colocó a Pulgarcito en la oreja del caballo, donde el pequeño se puso a gritarle por dónde debía ir, tan pronto con "¡Hejj!", como un "¡Arre!". Todo fue tan bien como con un conductor y la carreta fue derecho hasta el bosque.
Sucedió que, justo en el momento que rodeaba un matorral y que el pequeño iba gritando "¡Arre! ¡Arre!", dos extraños pasaban por ahí.
-¡Cómo es eso! -dijo uno- ¿Qué es lo que pasa? La carreta rueda, alguien conduce el caballo y sin embargo no se ve a nadie.
-Todo es muy extraño -asintió el otro-. Seguiremos la carreta para ver en dónde se para.
La carreta se internó en pleno bosque y llegó justo al sitio sonde estaba la leña cortada. Cuando Pulgarcito divisó a su padre, le gritó:
-Ya ves, padre, ya llegué con la carreta. Ahora, bájame del caballo.
El padre tomó las riendas con la mano izquierda y con la derecha sacó a su hijo de la oreja del caballo, quien feliz se sentó sobre una brizna de hierba. Cuando los dos extraños divisaron a Pulgarcito quedaron tan sorprendidos que no supieron qué decir. Uno y otro se escondieron y se dijeron entre ellos:
-Oye, ese pequeño valiente bien podría hacer nuestra fortuna si lo exhibimos en la ciudad a cambio de dinero. Debemos comprarlo.
Se dirigieron al campesino y le dijeron:
-Véndenos ese hombrecito; estará muy bien con nosotros.
-No -respondió el padre- es mi hijo querido y no lo vendería por todo el oro del mundo.
Pero al oír esta propuesta, Pulgarcito se trepó por los pliegues de las ropas de su padre, se colocó sobre su hombro y le dijo al oído:
-Padre, véndeme; sabré cómo regresar a casa.
Entonces, el padre lo entregó a los dos hombres a cambio de una buena cantidad de dinero.
-¿En dónde quieres sentarte? -le preguntaron.
-¡Ah!, pónganme sobre el ala de su sombrero; ahí podré pasearme a lo largo y a lo ancho, disfrutando del paisaje y no me caeré.
Cumplieron su deseo, y cuando Pulgarcito se hubo despedido de su padre se pusieron todos en camino. Viajaron hasta que anocheció y Pulgarcito dijo entonces:
-Bájenme al suelo, tengo necesidad.
-No, quédate ahí arriba -le contestó el que lo llevaba en su cabeza-. No me importa. Las aves también me dejan caer a menudo algo encima.
-No -respondió Pulgarcito-, sé lo que les conviene. Bájenme rápido.
El hombre tomó de su sombrero a Pulgarcito y lo posó en un campo al borde del camino. Por un momento dio saltitos entre los terrones de tierra y, de repente, enfiló hacia un agujero de ratón que había localizado.
-¡Buenas noches, señores, sigan sin mí! -les gritó en tono burlón.
Acudieron prontamente y rebuscaron con sus bastones en la madriguera del ratón, pero su esfuerzo fue inútil. Pulgarcito se introducía cada vez más profundo y como la oscuridad no tardó en hacerse total, se vieron obligados a regresar, burlados y con la bolsa vacía. Cuando Pulgarcito se dio cuenta de que se habían marchado, salió de su escondite.
"Es peligroso atravesar estos campos de noche, cuando más peligros acechan", pensó, "se puede uno fácilmente caer o lastimar".
Felizmente, encontró una concha vacía de caracol.
-¡Gracias a Dios! -exclamó-, ahí dentro podré pasar la noche con tranquilidad; -y ahí se introdujo. Un momento después, cuando estaba a punto de dormirse, oyó pasar a dos hombres, uno de ellos decía:
-¿Cómo haremos para robarle al cura adinerado todo su oro y su dinero?
-¡Yo bien podría decírtelo! -se puso a gritar Pulgarcito.
-¿Qué es esto? -dijo uno de los espantados ladrones, he oído hablar a alguien.
Pararon para escuchar y Pulgarcito insistió:
-Llévenme con ustedes, yo los ayudaré.
-¿En dónde estás?
-Busquen aquí, en el piso; fíjense de dónde viene la voz -contestó.
Por fin los ladrones lo encontraron y lo alzaron.
-A ver, pequeño valiente, ¿cómo pretendes ayudarnos?
-¡Eh!, yo me deslizaré entre los barrotes de la ventana de la habitación del cura y les iré pasando todo cuanto quieran.
-¡Está bien! Veremos qué sabes hacer.
Cuando llegaron a la casa, Pulgarcito se deslizó en la habitación y se puso a gritar con todas sus fuerzas.
-¿Quieren todo lo que hay aquí?
Los ladrones se estremecieron y le dijeron:
-Baja la voz para no despertar a nadie.
Pero Pulgarcito hizo como si no entendiera y continuó gritando:
-¿Qué quieren? ¿Les hace falta todo lo que hay aquí?
La cocinera, quien dormía en la habitación de al lado, oyó estos gritos, se irguió en su cama y escuchó, pero los ladrones asustados se habían alejado un poco. Por fin recobraron el valor diciéndose:
-Ese hombrecito quiere burlarse de nosotros.
Regresaron y le cuchichearon:
-Vamos, nada de bromas y pásanos alguna cosa.
Entonces, Pulgarcito se puso a gritar con todas sus fuerzas:
-Sí, quiero darles todo: introduzcan sus manos.
La cocinera, que ahora sí oyó perfectamente, saltó de su cama y se acercó ruidosamente a la puerta. Los ladrones, atemorizados, huyeron como si llevasen el diablo tras de sí, y la criada, que no distinguía nada, fue a encender una vela. Cuando volvió, Pulgarcito, sin ser descubierto, se había escondido en el granero. La sirvienta, después de haber inspeccionado en todos los rincones y no encontrar nada, acabó por volver a su cama y supuso que había soñado con ojos y orejas abiertos. Pulgarcito había trepado por la paja y en ella encontró un buen lugarcito para dormir. Quería descansar ahí hasta que amaneciera y después volver con sus padres, pero aún le faltaba ver otras cosas, antes de poder estar feliz en su hogar.
Como de costumbre, la criada se levantó al despuntar el día para darles de comer a los animales. Fue primero al granero, y de ahí tomó una brazada de paja, justamente de la pila en donde Pulgarcito estaba dormido. Dormía tan profundamente que no se dio cuenta de nada y no despertó hasta que estuvo en la boca de la vaca que había tragado la paja.
-¡Dios mío! -exclamó-. ¿Cómo pude caer en este molino triturador?
Pronto comprendió en dónde se encontraba. Tuvo buen cuidado de no aventurarse entre los dientes, que lo hubieran aplastado; mas no pudo evitar resbalar hasta el estómago.
-He aquí una pequeña habitación a la que se omitió ponerle ventanas -se dijo-. Y no entra el sol y tampoco es fácil procurarse una luz.
Esta morada no le gustaba nada, y lo peor era que continuamente entraba más paja por la puerta y que el espacio iba reduciéndose más y más. Entonces, angustiado, decidió gritar con todas sus fuerzas:
-¡Ya no me envíen más paja! ¡Ya no me envíen más paja!
La criada estaba ordeñando a la vaca y cuando oyó hablar sin ver a nadie, reconoció que era la misma voz que había escuchado por la noche, y se sobresaltó tanto que resbaló de su taburete y derramó toda la leche.
Corrió a toda prisa donde se encontraba el amo y él gritó:
-¡Ay, Dios mío! ¡Señor cura, la vaca ha hablado!
-¡Está loca! -respondió el cura, quien se dirigió al establo a ver de qué se trataba.
Apenas cruzó el umbral cuando Pulgarcito se puso a gritar de nuevo:
-¡Ya no me envíen más paja! ¡Ya no me envíen más paja!
Ante esto, el mismo cura tuvo miedo, suponiendo que era obra del diablo, y ordenó que se matara a la vaca. Entonces se sacrificó a la vaca; solamente el estómago, donde estaba encerrado Pulgarcito, fue arrojado al estercolero. Pulgarcito intentó por todos los medios salir de ahí, pero en el instante en que empezaba a sacar la cabeza, le aconteció una nueva desgracia.
Un lobo hambriento, que acertó a pasar por ahí, se tragó el estómago de un solo bocado. Pulgarcito no perdió ánimo. "Quizá encuentre un medio de ponerme de acuerdo con el lobo", pensaba. Y, desde el fondo de su panza, su puso a gritarle:
-¡Querido lobo, yo sé de un festín que te vendría mucho mejor!
-¿Dónde hay que ir a buscarlo? -contestó el lobo.
-En tal y tal casa. No tienes más que entrar por la trampilla de la cocina y ahí encontrarás pastel, tocino, salchichas, tanto como tú desees comer.
Y le describió minuciosamente la casa de sus padres.
El lobo no necesitó que se lo dijeran dos veces. Por la noche entró por la trampilla de la cocina y, en la despensa, disfrutó todo con enorme placer. Cuando estuvo harto, quiso salir, pero había engordado tanto que ya no podía usar el mismo camino. Pulgarcito, que ya contaba con que eso pasaría, comenzó a hacer un enorme escándalo dentro del vientre del lobo.
-¡Te quieres estar quieto! -le dijo el lobo-. Vas a despertar a todo el mundo.
-¡Tanto peor para ti! -contestó el pequeño-. ¿No has disfrutado ya? Yo también quiero divertirme.
Y se puso de nuevo a gritar con todas sus fuerzas. A fuerza de gritar, despertó a su padre y a su madre, quienes corrieron hacia la habitación y miraron por las rendijas de la puerta. Cuando vieron al lobo, el hombre corrió a buscar el hacha y la mujer la hoz.
-Quédate detrás de mí -dijo el hombre cuando entraron en el cuarto-. Cuando le haya dado un golpe, si acaso no ha muerto, le pegarás con la hoz y le desgarrarás el cuerpo.
Cuando Pulgarcito oyó la voz de su padre, gritó:
-¡Querido padre, estoy aquí; aquí, en la barriga del lobo!
-¡Al fin! -dijo el padre-.¡Ya ha aparecido nuestro querido hijo!
Le indicó a su mujer que soltara la hoz, por temor a lastimar a Pulgarcito. Entonces, se adelantó y le dio al lobo un golpe tan violento en la cabeza que éste cayó muerto. Después fueron a buscar un cuchillo y unas tijeras, le abrieron el vientre y sacaron al pequeño.
-¡Qué suerte! -dijo el padre-. ¡Qué preocupados estábamos por ti!
-¡Sí, padre, he vivido mil desventuras. ¡Por fin puedo respirar el aire libre!
-Pues, ¿dónde te metiste?
-¡Ay, padre!, he estado en la madriguera de un ratón, en el vientre de una vaca y dentro de la panza de un lobo. Ahora me quedaré al lado de ustedes.
-Y nosotros no te volveríamos a vender, aunque nos diesen todos los tesoros del mundo.

Abrazaron y besaron con mucha ternura a su querido Pulgarcito, le sirvieron de comer y de beber, y lo bañaron y le pusieron ropas nuevas, pues las que llevaba mostraban los rastros de las peripecias de su accidentado viaje.

FIN...


CAPERUCITA ROJA - CHARLES PERRAULT


Érase una vez una niña que vivía en el bosque con su madre; todos la llamaban Caperucita Roja, pues siempre se ponía una capa roja que le había regalado su abuelita. Cierta mañana, llegó un mensajero trayendo una carta con la noticia de que la abuelita no se sentía muy bien de salud. -Una buena sopa de verduras le haría mucho bien -dijo Caperucita Roja. -¡Qué buena idea! -comentó la madre de la niña, e inmediatamente empezó a preparar una cesta para que Caperucita Roja le llevara a la abuelita. Cuando la cesta estuvo lista, la niña se puso la capa roja y se despidió de su madre. -No te distraigas por el camino, hija. Ve directamente a casa de la abuelita. Recuerda que hay muchos peligros en el bosque. -Así lo haré, mamá. No te preocupes -dijo Caperucita Roja. Caperucita olvidó bien pronto su promesa y se distrajo con unas flores y unas mariposas de colores. Luego vio otras más hermosas un poco más allá y así, poco a poco, se fue desviando del camino. De repente, apareció por entre los árboles un lobo feroz. -¿Quién eres y qué haces aquí? -preguntó el lobo. La niña respondió: -Me llaman Caperucita Roja y estoy recogiendo flores para llevarle a mi abuelita, que está enferma. -Te aconsejo que vuelvas al camino principal -dijo el lobo feroz-.  Por si no lo sabías, por estos alrededores hay un lobo feroz. -¿Y cómo son los lobos? -preguntó ingenuamente la niña. -Ah, pues tienen unas orejas de color morado, muy largas -mintió el lobo-. Dime una cosa, ¿dónde vive tu abuela? Caperucita Roja le dijo exactamente dónde vivía su abuelita. Luego, la niña siguió su camino tranquilamente. El astuto lobo tomó un atajo para llegar primero a la casa de la anciana. El lobo conocía muy bien el bosque y pronto llegó a la casa. Esperó unos segundos frente a la puerta para recobrar el aliento y luego tocó a la puerta suavemente. -¿Quién es? -preguntó la abuelita desde la cama. -Es Caperucita Roja -dijo el lobo, imitando la voz de la niña-¡Oh, qué agradable sorpresa! -dijo la abuelita-. Pasa mi niña. Entonces, el lobo entró. Antes de que la anciana pudiera reaccionar, el lobo se la engulló de un solo bocado. El lobo se relamió de satisfacción; luego, fue a buscar una bata al guardarropa. Enseguida se puso un gorro blanco en la cabeza y se echó unas gotas del perfume de la abuelita detrás de sus orejas peludas. Cuando acabó de vestirse, fue a mirarse en el espejo.  -¡Oh, qué agradable sorpresa! Pasa mi niña -dijo el lobo, imitando la voz de la anciana. Practicó la frase varias veces hasta que se sintió satisfecho de su imitación. Caperucita Roja llegó unos minutos más tarde y tocó a la puerta. El lobo se metió de un brinco en la cama y se cubrió con las mantas hasta la nariz. -¿Quién es? -preguntó con su voz fingida. -Soy yo, Caperucita Roja. -¡Oh, qué agradable sorpresa! Pasa -dijo el lobo feroz. Caperucita Roja entró y puso la cesta en la cocina. Luego, fue a darle un beso en la mejilla a su abuela. -¡Pobre abuelita! -exclamó Caperucita-. Te ves muy mal.  Voy a darte algo de comer para que te mejores. -Muchas gracias, tesoro -dijo el lobo. Caperucita Roja comentó mientras cortaba unas rebanadas de pan: -Abuelita, ¡qué voz más ronca tienes! -Es para hablarte mejor -dijo el lobo. La niña le llevó el plato de sopa a la abuelita y agregó: -Esta sopa de pollo te sentará muy bien. -Gracias, tesoro -dijo el lobo feroz. Entonces, Caperucita se quedó mirando el gorro de la anciana.  -Abuelita, ¿te están molestando las orejas? ¡Parecen tan grandes! -Están un poco inflamadas -dijo el lobo con su fingida voz-. Pero así te puedo escuchar mejor. Mientras hablaba, las mantas se resbalaron un poco, dejándole el hocico al descubierto. -¡Santo Dios! ¡Qué dientes más grandes! -¡Son para comerte! -rugió el lobo. En un segundo, Caperucita Roja acompañaba a su abuelita en la barriga del lobo. Satisfecho, se relamió una vez más y se recostó a hacer una siesta. Roncaba tan fuerte que llamó la atención de un cazador que pasaba por ahí.


"Algo extraño sucede en la casa de la abuela de Caperucita Roja", pensó el cazador. El cazador tocó a la puerta, pero el lobo dormía tan profundamente que no se despertó. Al ver que nadie respondía, el cazador decidió abrir una ventana. Tan pronto como vio al lobo en la cama de la abuela, comprendió lo que había ocurrido. El cazador apuntó con su mosquete y le disparó al lobo. -¡Aquí tienes tu merecido, lobo feroz! -gritó el cazador. Para asegurarse de que el lobo estaba muerto, el cazador se acercó a ver si todavía le latía el corazón. Sorprendido, escuchó dos voces que pedían auxilio. El cazador se apresuró a rescatar a las víctimas. Por fortuna, Caperucita Roja y su abuela salieron sanas y salvas -¡Abuelita! -exclamó Caperucita Roja-. ¡Nunca había sentido tanto miedo! Nunca volveré a desatender las indicaciones de mamá. En agradecimiento por haberlas salvado, la abuelita invitó al cazador a comer con ellas las delicias que había traído su nieta en la cesta. Cuando llegó la hora de partir, el cazador acompañó a Caperucita Roja de regreso hasta su casa. -¡Qué bien, ya estás aquí! -exclamó la madre al ver a su hija-. ¿Cómo se siente la abuelita? -¡Mucho mejor, ahora! -dijo Caperucita Roja con alegría.


FIN...


EL GATO CON BOTAS - CHARLES PERRAULT


Un molinero dejó, como única herencia a sus tres hijos, su molino, su burro y su gato. El reparto fue bien simple: no se necesitó llamar ni al abogado ni al notario. Habrían consumido todo el pobre patrimonio El mayor recibió el molino, el segundo se quedó con el burro y al menor le tocó sólo el gato. Este se lamentaba de su mísera herencia: -Mis hermanos -decía- podrán ganarse la vida convenientemente trabajando juntos; lo que es yo, después de comerme a mi gato y de hacerme un manguito con su piel, me moriré de hambre. El gato, que escuchaba estas palabras, pero se hacía el desentendido, le dijo en tono serio y pausado: -No debéis afligiros, mi señor, no tenéis más que proporcionarme una bolsa y un par de botas para andar por entre los matorrales, y veréis que vuestra herencia no es tan pobre como pensáis. Aunque el amo del gato no abrigara sobre esto grandes ilusiones, le había visto dar tantas muestras de agilidad para cazar ratas y ratones, como colgarse de los pies o esconderse en la harina para hacerse el muerto, que no desesperó de verse socorrido por él en su miseria. Cuando el gato tuvo lo que había pedido, se colocó las botas y echándose la bolsa al cuello, sujetó los cordones de ésta con las dos patas delanteras, y se dirigió a un campo donde había muchos conejos. Puso afrecho y hierbas en su saco y tendiéndose en el suelo como si estuviese muerto, aguardó a que algún conejillo, poco conocedor aún de las astucias de este mundo, viniera a meter su hocico en la bolsa para comer lo que había dentro. No bien se hubo recostado, cuando se vio satisfecho. Un atolondrado conejillo se metió en el saco y el maestro gato, tirando los cordones, lo encerró y lo mató sin misericordia. Muy ufano con su presa, fuese donde el rey y pidió hablar con él. Lo hicieron subir a los aposentos de Su Majestad donde, al entrar, hizo una gran reverencia ante el rey, y le dijo: -He aquí, Majestad, un conejo de campo que el señor Marqués de Carabás (era el nombre que inventó para su amo) me ha encargado obsequiaros de su parte. -Dile a tu amo, respondió el Rey, que le doy las gracias y que me agrada mucho. En otra ocasión, se ocultó en un trigal, dejando siempre su saco abierto; y cuando en él entraron dos perdices, tiró los cordones y las cazó a ambas. Fue en seguida a ofrendarlas al Rey, tal como había hecho con el conejo de campo. El Rey recibió también con agrado las dos perdices, y ordenó que le diesen de beber. El gato continuó así durante dos o tres meses llevándole de vez en cuando al Rey productos de caza de su amo. Un día supo que el Rey iría a pasear a orillas del río con su hija, la más hermosa princesa del mundo, y le dijo a su amo: -Sí queréis seguir mi consejo, vuestra fortuna está hecha: no tenéis más que bañaros en el río, en el sitio que os mostraré, y en seguida yo haré lo demás. El Marqués de Carabás hizo lo que su gato le aconsejó, sin saber de qué serviría. Mientras se estaba bañando, el Rey pasó por ahí, y el gato se puso a gritar con todas sus fuerzas:
-¡Socorro, socorro! ¡El señor Marqués de Carabás se está ahogando!
Al oír el grito, el Rey asomó la cabeza por la portezuela y, reconociendo al gato que tantas veces le había llevado caza, ordenó a sus guardias que acudieran rápidamente a socorrer al Marqués de Carabás. En tanto que sacaban del río al pobre Marqués, el gato se acercó a la carroza y le dijo al Rey que mientras su amo se estaba bañando, unos ladrones se habían llevado sus ropas pese a haber gritado ¡al ladrón! con todas sus fuerzas; el pícaro del gato las había escondido debajo de una enorme piedra. El Rey ordenó de inmediato a los encargados de su guardarropa que fuesen en busca de sus más bellas vestiduras para el señor Marqués de Carabás. El Rey le hizo mil atenciones, y como el hermoso traje que le acababan de dar realzaba su figura, ya que era apuesto y bien formado, la hija del Rey lo encontró muy de su agrado; bastó que el Marqués de Carabás le dirigiera dos o tres miradas sumamente respetuosas y algo tiernas, y ella quedó locamente enamorada. El Rey quiso que subiera a su carroza y lo acompañara en el paseo. El gato, encantado al ver que su proyecto empezaba a resultar, se adelantó, y habiendo encontrado a unos campesinos que segaban un prado, les dijo:
-Buenos segadores, si no decís al Rey que el prado que estáis segando es del Marqués de Carabás, os haré picadillo como carne de budín.
Por cierto que el Rey preguntó a los segadores de quién era ese prado que estaban segando.
-Es del señor Marqués de Carabás -dijeron a una sola voz, puesto que la amenaza del gato los había asustado.
-Tenéis aquí una hermosa heredad -dijo el Rey al Marqués de Carabás.
-Veréis, Majestad, es una tierra que no deja de producir con abundancia cada año.
El maestro gato, que iba siempre delante, encontró a unos campesinos que cosechaban y les dijo:
-Buena gente que estáis cosechando, si no decís que todos estos campos pertenecen al Marqués de Carabás, os haré picadillo como carne de budín.
El Rey, que pasó momentos después, quiso saber a quién pertenecían los campos que veía.
-Son del señor Marqués de Carabás, contestaron los campesinos, y el Rey nuevamente se alegró con el Marqués.
El gato, que iba delante de la carroza, decía siempre lo mismo a todos cuantos encontraba; y el Rey estaba muy asombrado con las riquezas del señor Marqués de Carabás. El maestro gato llegó finalmente ante un hermoso castillo cuyo dueño era un ogro, el más rico que jamás se hubiera visto, pues todas las tierras por donde habían pasado eran dependientes de este castillo. El gato, que tuvo la precaución de informarse acerca de quién era este ogro y de lo que sabía hacer, pidió hablar con él, diciendo que no había querido pasar tan cerca de su castillo sin tener el honor de hacerle la reverencia. El ogro lo recibió en la forma más cortés que puede hacerlo un ogro y lo invitó a descansar. -Me han asegurado -dijo el gato- que vos tenías el don de convertiros en cualquier clase de animal; que podíais, por ejemplo, transformaros en león, en elefante.
-Es cierto -respondió el ogro con brusquedad- y para demostrarlo veréis cómo me convierto en león.
El gato se asustó tanto al ver a un león delante de él que en un santiamén se trepó a las canaletas, no sin pena ni riesgo a causa de las botas que nada servían para andar por las tejas. Algún rato después, viendo que el ogro había recuperado su forma primitiva, el gato bajó y confesó que había tenido mucho miedo.
-Además me han asegurado -dijo el gato- pero no puedo creerlo, que vos también tenéis el poder de adquirir la forma del más pequeño animalillo; por ejemplo, que podéis convertiros en un ratón, en una rata; os confieso que eso me parece imposible.
-¿Imposible? -repuso el ogro- ya veréis-; y al mismo tiempo se transformó en una rata que se puso a correr por el piso. Apenas la vio, el gato se echó encima de ella y se la comió.
Entretanto, el Rey, que al pasar vio el hermoso castillo del ogro, quiso entrar. El gato, al oír el ruido del carruaje que atravesaba el puente levadizo, corrió adelante y le dijo a Rey:
-Vuestra Majestad sea bienvenida al castillo del señor Marqués de Carabás.
-¡Cómo, señor Marqués -exclamó el rey- este castillo también os pertenece! Nada hay más bello que este patio y todos estos edificios que lo rodean; veamos el interior, por favor.
El Marqués ofreció la mano a la joven Princesa y, siguiendo al Rey que iba primero, entraron a una gran sala donde encontraron una magnífica colación que el ogro había mandado preparar para sus amigos que vendrían a verlo ese mismo día, los cuales no se habían atrevido a entrar, sabiendo que el Rey estaba allí. El Rey, encantado con las buenas cualidades del señor Marqués de Carabás, al igual que su hija, que ya estaba loca de amor viendo los valiosos bienes que poseía, le dijo, después de haber bebido cinco o seis copas:
-Sólo dependerá de vos, señor Marqués, que seáis mi yerno.
El Marqués, haciendo grandes reverencias, aceptó el honor que le hacia el Rey; y ese mismo día se casó con la Princesa.
El gato se convirtió en gran señor, y ya no corrió tras las ratas sino para divertirse.
Moraleja En principio parece ventajoso contar con un legado sustancioso recibido en heredad por sucesión; más los jóvenes, en definitiva obtienen del talento y la inventiva más provecho que de la posición. Otra moraleja Si puede el hijo de un molinero en una princesa suscitar sentimientos tan vecinos a la adoración, es porque el vestir con esmero, ser joven, atrayente y atento no son ajenos a la seducción.

FIN...

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